Mi gran amigo David, quién siempre que viajo a Madrid me ofrece alojamiento en su Hotel Chinaski (ambos adoramos a Bukowski), me presta hoy su moto para recorrer las calles madrileñas. Reproduzco los recorridos habituales de la inspectora Oteiza. De casa al trabajo, del trabajo a casa… Esta mañana aparco junto a la entrada del Hotel Wellington, y entro en recepción buscando el lugar donde mis personajes protagonistas han acordado su primer encuentro.
Me recibe su lujoso salón, y en cuanto desciendo los escalones, busco con la mirada la mesa del fondo a la derecha. Está libre, perfecto. Es hora de sentarse tranquilamente y tomar algo fresco observando el ambiente, haciéndo los cambios y añadidos pertinentes al capítulo que aquí se desarrolla.
«Varios huéspedes estaban dialogando tranquilamente en mesas a ambos lados de la entrada. Giró la vista hacia la derecha y entonces le vio. Sentado en una silla al fondo del salón, con los codos sobre la mesa y un aspecto bastante más informal que la noche anterior: camisa blanca con los dos primeros botones desabrochados, y las mangas perfectamente plegadas a lo largo del los antebrazos. Tenía un periódico sobre la mesa, pero no lo estaba leyendo; le estaba mirando a ella. Y le sonreía, con un gesto mitad sorprendido, mitad divertido».
«—¿Disfrutó ayer de la subasta? No parecía muy entretenida en el cocktail en los jardines.
Las palabras de DeauVille la detuvieron en seco.
La inspectora no se volvió, y se forzó por detener la sonrisa que comenzaba a surgir en sus labios.
Que cabrón. Me vio. Y se fijó en mí.
Reanudó su caminar, pero al llegar al último escalón, sintió la necesidad de girar el rostro y echarle un último vistazo. Y allí le vio, de pie, sonriente, con las manos en los bolsillos del pantalón, mirando atentamente cómo se iba.
Monsieur DeauVille, conmigo su juego le va a servir de bien poco.»
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