En 1917, 430.000 mujeres trabajan en las fábricas de armamento. De pie de diez a catorce horas diarias, las “munitionnettes” llevan a cabo un trabajo agotador.
El carbón inglés ya no cruza el Canal de la Mancha y es el invierno más frío de los años de la guerra: el Sena queda aprisionado por el hielo, las temperaturas siguen bajo cero hasta abril. En dos meses se quintuplica el precio de las legumbres frescas, los descampados parisinos se convierten en huertos improvisados. Durante mucho tiempo, ante el destino de los “poilus” —apodo popular de los soldados franceses—, la población no se queja. El feminismo, floreciente en la Belle Epoque, ha puesto entre paréntesis sus ambiciones durante la duración de la guerra.
En lo más bajo de la escala, las mujeres reciben 4 francos de jornal, el precio de dos docenas de huevos, y apenas son objeto de consideración por parte de los sindicatos. En enero de 1917, la atmósfera no está para luchas de clases pero en París se desencadena un primer movimiento de huelgas. En la Panhard-Levassor, los altercados llevan a dos obreras a la cárcel. Igual que en la Renault y en varias casas de costura, las mujeres empiezan a hartarse. La disparidad salarial entre hombres y mujeres, está entre un 20 y un 30%. Y llega hasta un 40% en la metalurgia, donde los industriales retienen del salario de las obreras su formación en la maquinaria.
El 11 de mayo, las 250 costureras del taller Jenny, en los Campos Elíseos, se enteran de que a su semana se le recortará el sábado por la tarde para compensar la reducción de pedidos. ¿Perder ellas media jornada de salario? Inaceptable, pues sus colegas británicas se benefician de un sábado por la tarde festivo y pagado: la “semana inglesa”. Las “Jennys” deciden un paro laboral y se dirigen hacia los Grandes Bulevares, donde arrastran a otras casas de costura. Salta por los aires la prohibición moral de no hacer huelga en tiempo de guerra. El periódico L´Humanité lo describe así: “Un largo cortejo avanza; son las modistillas parisinas con sus blusas floridas de lilas y muguetes; corren, cantan, ríen; sin embargo, no es Santa Catalina ni el día que marca la mitad de Cuaresma. Es la huelga”
La satisfacción de sus reivindicaciones anima a echarse a la calle a todas las profesiones femeninas de la capital, que desfilan juntas con sus signos distintivos improvisados: liga de seda para las corseteras, pluma de avestruz para las plumajeras, impresos de préstamos de guerra para oficinistas de banca. Las comitivas, llenas de sombreros, de cintas tricolores y de flores, son alegres y cantan: “On s´en fout/ On aura la semaine anglaise/ On s´en fout/ On aura nos vingt sous”.
[“Qué importa/Tendremos semana inglesa/Qué importa/Tendremos nuestros veinte sous”].
La prensa saluda la gracia y el estilo de las manifestantes, de las que se decreta que son “encantadoras” y “simpáticas”. Este movimiento de enternecimiento paternalista es bruscamente reprendido cuando la fiebre llega a provincias – Rennes, Burdeos, Tours, Marsella – y, sobre todo, a las fábricas de armamento. Las modistillas no daban miedo, las municioneras, ya es otra cosa. Ya lo había dicho el comandante Joffre en 1915 : «Si las mujeres que trabajan en las fábricas se detuvieran veinte minutos, los aliados perderían la guerra»
El 29 de mayo, la Cámara de Diputados vota a favor de la semana inglesa en el sector del vestido. Se crean guarderías y personal especializado, superintendentes de fábrica, en los talleres. La igualdad salarial tendrá que esperar pero, esta irrupción femenina después de tres inviernos de guerra, tan imprevista, quedará como una de las primeras protestas organizadas en búsqueda de la autonomía y la emancipación de las mujeres.